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"Lo que ven las estrellas" relato ganador del III Concurso de la Agenda Compacta [Juvenil]

"Lo que ven las estrellas" relato ganador del III Concurso literario de la Agenda Compacta "Historias de Navidad", en colaboración con Cuadernos del Laberinto en la categoría juvenil. Felicidades a la autora Núria Mexuto Bautista.

Caminaban de la mano. La niña se aferraba a la mano de su padre mientras señalaba las estrellas.

-¿Por qué las vemos tan pequeñitas? –preguntó posando en el hombre sus grandes ojos marrones.

Él le dedicó una sonrisa.

-Eso es porque están muy, muy lejos.

-¿Pero ellas nos ven…, no? Como nosotros a ellas…

-Claro que sí.

-¿Es verdad, papá? –preguntó tras dudar un instante, desconfiada, mientras arqueaba una ceja-. Pedro dice que me mientes porque soy demasiado pequeña para entender las cosas.

El hombre, de mediana edad y expresión cansada, se detuvo un momento. Se agachó, de modo que su rostro estuviese a la altura del de su hija, y le dijo:

-Nunca pienses que eres demasiado pequeña para entender algo. Nadie nace sabiéndolo todo, y si algo debemos tener claro, es que tenemos que aprovechar las oportunidades que se nos presenten para aprender. Y yo no te miento, Ana; te explico las cosas para que las comprendas… para que aprendas.

La niña le miró una vez más y asintió, convencida. Siguieron caminando lentamente; ella miraba a las estrellas y de vez en cuando preguntaba. Se encontraban en un barrio acomodado y desde luego bonito, recorrido por hileras de casas con jardines bien cuidados. Había oscurecido y comenzaba a refrescar; Ana se colocó bien la bufanda. De pronto, se puso de puntillas para divisar algo lejano y, cuando sus ojos encontraron la casa con el número cuarenta y uno, soltó la mano de su padre y comenzó a correr hacia ella.

-¡Vamos, papá, la tía Sara está esperando! ¡Gana quién llegue antes! –gritó, sólo cuando estaba a una distancia considerable de su padre (o lo que a ella le pareció la justa ventaja que merecía).

Su padre se echó a reír y fue tras ella. Cuando llegó a la puerta, Ana ya estaba tocando el timbre. El hombre se apresuró a colocarle bien el gorro de lana, y un segundo después, la puerta se abría ante ellos.

-¡Jorge! ¡Qué alegría verte! –les recibió con estas palabras y con una sonrisa cálida una mujer mayor, de unos sesenta años de edad. Se giró hacia la niña diciendo-. ¡Ana, santo cielo! ¿Se puede saber cómo has crecido tanto? ¡Estás preciosa! Oh, y llevas mi gorro.

Entraron rápidamente y todo fueron besos y abrazos en el vestíbulo de la casa de la tía Sara. Ésta, que llevaba un gordo jersey de lana y un collar de perlas que estrenaba, les condujo por el largo pasillo hasta el salón. Allí estaba el resto de la familia al completo: el hermano de Ana, Pedro, sentado en el sofá concentrado en su consola; Cecilia, la madre, conversando con primas de la familia; y, por supuesto, el tío Carlos, que buscaba un libro concreto en su estantería.

Ana y su padre fueron directos hasta éste último: la niña saltó a sus brazos mientras su sobrino le abrazaba.

-¡Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz! Te deseamos todos, ¡cumpleaños feliz! –repetía la pequeña. El tío Carlos le dio un beso y metió la mano en el bolsillo; sacó unos billetes y los colocó en el bolsillo del vestido de Ana. Todos sonrieron y comenzaron a aplaudir.

La velada pasó rápidamente. No se veían muy a menudo; Carlos y Sara vivían en Barcelona, mientras que la familia de Ana estaba establecida en Londres. Los niños siempre echaban de menos a su familia, por lo que hacían un esfuerzo por visitar Barcelona siempre que les era posible.

Estaban ocupados entregando los regalos, cuando les sobresaltó el timbre. Se miraron entre ellos, extrañados, ya que no esperaban a nadie más; la tía Sara se levantó y fue hacia la puerta, y Ana la siguió. Cuando abrieron, se encontraron con cuatro niñas negras que llevaban gorritos de Papá Noel. Debían de tener más o menos la edad de Ana e iban vestidas pobremente (de hecho, la que parecía mayor no llevaba zapatos).

-Perdonen las molestias. Nos gustaría cantarles unos villancicos –comenzó la chica descalza.

-¡Pero si no es Navidad! –fue lo primero que se le pasó a Ana por la cabeza.

-Tan sólo queda un mes… Nos haría muy felices que nos escuchaseis y, si os gustara, que nos dejarais una moneda –dijo la más pequeña, mostrándonos un pequeño cesto vacío.

Ana asintió entusiasmada, y las muchachas se disponían a comenzar cuando la tía Sara intervino por fin:

-¡Ni se os ocurra cantar aquí! –Ana nunca la había visto tan enfadada-. ¿Vosotras qué os creéis, niñas, que vamos a malgastar nuestro tiempo con canciones que ni siquiera son propias de la época del año? Lo peor es que seguro que vuestros padres os han enviado a este barrio, que ni siquiera es el vuestro, para que les llevéis dinero a casa, ¿eh? Es realmente lamentable… –concluyó casi para sí, y les cerró la puerta en la cara.

Ana no podía dar crédito a lo que acababa de ver. En su corta edad de siete años nunca había sido testigo de un acto de crueldad como aquel, y se vio obligada a preguntarle por ello a su adorada tía:

-Tía Sara –dijo antes de que ésta se dirigiera de nuevo al salón-, ¿por qué les has dicho eso a esas pobres niñas? No tenían malas intenciones…

-Cariño, verás. Esas niñas negras no tienen derecho a venir aquí vendiéndonos la Navidad a nosotros que no tenemos nada que ver con ellas… Ni siquiera son de nuestra clase.

-Pero tía… Si te refieres a que son pobres, lo menos que podríamos hacer es intentar ayudarlas.

-Ana, lo que han querido hacer es una ofensa para nosotros. Además, eran negras…

-Pero…

-Eres demasiado pequeña para entenderlo. Déjalo, ¿quieres? –su tía le dedicó una sonrisita y desapareció tras el pasillo.

Ana recordó las palabras de su padre y comprendió, por primera vez en su vida, que el mundo no era perfecto y que muchas veces las personas a las que queremos no tienen razón en todo (tampoco los mayores, ni siquiera la tía Sara). Así que, prácticamente sin pensarlo, salió a la calle y echó a correr tras las niñas negras.

-¡Eh, esperad! –exclamó jadeante cuando llegó junto a ellas.

Las niñas se giraron y le dirigieron una mirada desconfiada.

-A mí sí me gustaría mucho oíros.

Se miraron unos segundos vacilantes, pero después le dirigieron una sonrisa, se colocaron en fila y comenzaron a cantar. Lo hacían increíblemente bien, y fue un enorme gusto escucharlas. Ana nunca olvidaría ese villancico que le dedicaron bajo las estrellas.

Cuando acabaron, sacó el dinero que su tío le había dado y lo depositó en el cesto. Tampoco olvidaría nunca las caras incrédulas de las cuatro al contemplar los billetes.

-Espero que tengáis una feliz Navidad –les dijo, de todo corazón. Las niñas le dedicaron una enorme sonrisa.

Y fue entonces cuando Ana comprendió que ése sería el mejor regalo de Navidad que daría en mucho, mucho tiempo.


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