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"Santiago de Compostela" relato ganador del II Concurso de la Agenda Compacta [Juvenil]

"Satiago de Compostela" relato ganador del II Concurso de la Agenda Compacta "Historias en un restaurante", en colaboración con Cenas con Historia en la categoría juvenil. Felicidades a la autora Julia Lleó Pérez-Abadín.


Mi carrera en la hostelería empezó en un restaurante de la calle Rúa do Franco de Compostela. En el momento la consideré la experiencia más caótica de mi vida, hoy lo ratifico.

El restaurante estaba dividido en dos escenarios: la parte de la cocina, en la que trabajaba al cargo de la chef Maite, y el restaurante en sí, siempre atestado de caras desconocidas, en donde también trabajaba repartiendo platos en la horas punta del día ( que a menudo se extendían a la totalidad de éste). Una puerta giratoria comunicaba los dos ambientes, algo bastante inusual y que daba nombre al restaurante: El Giro. Rotando esta puerta hacía turnos de hasta 10 horas.

Un día de invierno podía llegar al restaurante a las 9 de la mañana, tirar el abrigo en un taburete que usábamos de ropero, pasar de un gorro de lana (que sugería mi cara más grotesca de lo normal) a una cofia de algodón desteñido y girar por primera vez la puerta. En un día normal de invierno saludo sin palabras a mis compañeros de cocina y veo las primeras gotas del día tras la ventana, reuniendo un gélido ejército en el aire.

Giro y saludo a mi primer cliente; edad estirada en un traje ceñido, gafas desequilibradas hacia el oeste en el pico de la nariz, marca en el ojo izquierdo y café solo largo. En la cocina, pacientes, bollería en horno y bandeja, bostezos, gritos de auxilio en la tostadora y un aterrador cuchillo junto a ésta para evitar atascos. Al otro lado y sentados en una mesa familiar junto al cristal exterior, un grupo turista. Reconocíamos a los turistas por llevar ropa demasiado abrigada, como si no estuvieran hartos de vestir así cada día, por la cámara a mano (o en mano, si es que advertían el mural de la entrada), zapatos cómodos y la concha de vieira. A su lado soñador con ganas de comerse el mundo esperan su turno para pedirlo en bandeja. Aparenta una mañana normal, el aire impregnado de olor a mantequilla derretida y la lluvia que empieza a batallar en los cristales.

Mientras giro y vuelvo a girar la puerta pienso en María. Pienso en tocar en braille su personalidad, en entender su cuerpo y escuchar su acento más que en su voz. Su torso frío y egoísta se me aparece entre vuelta y vuelta, y ciego entre el humo de la cocina espero ser capaz de escucharla si entra. Va a entrar, hemos acordado comer juntos.

Pasan las doce. La una y entro en la cocina para socorrer a mis compañeros angustiados entre sal gorda y sal fina. Me encargo en un principio de freír patatas, cada una de ellas baratas imitadoras del labio inferior de María, intentando engordarse en su mitad y nunca aproximándose a su sensualidad. Después paso al fogón, rodeando su muñeca y el gélido mango de la sartén a la vez, girando carne en cama, calentando hasta alcanzar el punto. La puerta principal no deja de abrirse en ningún momento, y obnubilado me dedico a patrullar cocina y mesas en su busca.

Se empujan las horas y llegan las cuatro. Algo le ha pas

ado María, pero el timbre del horno no me deja llamarla. Continúo desalentado las ya acompasadas carreras, olvidando pedidos y perdiendo el norte al girar. Sigo cambiando de ambientes y sonriendo vacío. No me preocupo ya por quién entra, sino por quién sale. Giro a la cocina, giro hacia clientes (hay unos niños jugando en el suelo), un giro y en la cocina el extractor me taladra los oídos, giro para ver a un anciano que hace tiempo con un periódico mientras busca inquieto en la calle, sin querer darse cuenta que no es posible fabricar el tiempo, giro y una coalición de compañeros parecen más irritados que yo, sigo recorriendo distancias y cuando vuelvo no encuentro a Maite.

Me bloqueo en la caja para cobrar un plato de arroz al curry de un billete verde. Me recuerda a María, no a sus ojos, a su esperanza. Consigo cambiar el billete. Puerta y cocina, giro y la gente sigue entrando. A veces me apena saber que nadie vuelve, no tener ninguna cara por la que interesarme. Giro y parece que mis compañeros se encuentran ocupados, así que termino rápidamente de batir los huevos que faltan y caliento unos pimientos olvidados. Giro y barro, barro el camino de un pie distraído. Recojo y giro, Maite en el suelo y alrededor suyo sangre. Ya nada me recuerda a María, pero aun así me enfrento a la cebolla con decisión, y resentida por mi falta de ánimo me hace llorar (es solo una bonita forma de explicarlo). Se acerca la hora de poder escapar y apuro los giros sin miedo a marearme. Algún plato caído me llama a girar, la sangre sigue donde está pero mis compañeros han encontrado la forma de sacar el cuerpo, quizás con las mondas de las patatas y María. Se cuela una mariposa en la cocina y cierro rápido la ventada. Vuelvo a girar y los últimos cafés me adelantan la puesta de sol. Pronto estoy fuera.

Un torbellino de aire me castiga en la calle por el poco rendimiento del día. Ya solo queda volver a casa y borrar cualquier rastro de María, al fin y al cabo no volveré a verla.



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